Por: Johann Rodríguez-Bravo.
Editor revista cultural La Mandrágora - Año 2004.
Popayán, ciudad
cultural y universitaria, has sido desde tiempos remotos cuna de grandes
hombres y epicentro de insignes acontecimientos. No en balde, en carta enviada
a José Celestino Mutis el 10 de Octubre de 1801, el Barón Alexander Von
Humbold manifestaba: “me satisface ver aquí [en Popayán] buenas
disposiciones, una efervescencia intelectual que no era conocida en 1760, deseo
de poseer libros y de conocer los nombres de los hombres célebres, una
conversación que rueda sobre objetos más interesantes que el nacimiento
de calidad”. No obstante, la ciudad, que ha sido estremecida por tres
terremotos devastadores, empieza a perder el espíritu intelectual
que la llevó a ser referenciada en documentos universales como Moby Dick de
Herman Melville y Ulrika de Jorge Luis Borges.
A finales del
siglo XIX, Popayán contaba con más publicaciones culturales que hoy en día,
todas ellas convocando la reflexión y el ánimo por el debate intelectual y
literario. Más adelante, para los años 30’s el espíritu poético en voz del
maestro Valencia y de Rafael Maya promovía la existencia de otras tantas
revistas que estaban a la par en calidad con las mejores publicaciones
internacionales. A principios del siglo XXI, en el 2004, sólo se cuenta
con una publicación, La Mandrágora. El esfuerzo de todas estas generaciones
para hacer de la Ciudad Blanca un lugar en el que se gestaran grandes ideas, se
cocieran buenos poemas e incluso capaz de albergar el cuerpo del Quijote,
ha empezado a quedar en el olvido.
Una ciudad sin
librerías (que me perdone Macondo), sin cine (que me disculpe El Bolívar), sin
feria del libro (parece que ya es empieza a gestar un esfuerzo), sin ni una
actividad literaria permanente, sin programación radial destinada a los
espacios culturales, sin teatro de calidad, sin tertulias, sin folclor y, peor
aún, sin revistas está condenada a desaparecer. Una ciudad, entendiendo por la
palabra el conjunto de personas que viven en una urbe, necesita
discernir, escribir, redactar, conversar, dibujar, pintar, narrar, vituperar,
contrariar, chismosear, decir, cantar, contar, enterar, amasar, crear,
improvisar, inventar, sermonear, pronosticar, enseñar, predecir, denunciar,
manifestar, mascullar, secretear, gritar, maldecir, bendecir y, lo que es
menester en nuestro días, expresar libremente sus ideas . La libertad
sustantiva de una ciudad no radica en poder decir cualquier cosa, sino tener en
dónde y con qué.
Las revistas
culturales son un medio de expresión, en el que autores y lectores se juntan
alrededor de una solitaria idea o de un cúmulo de reflexiones. Son, también,
instrumentos que ha inventado el hombre para permitirse dialogar a destiempo.
Un buen artículo, un cuento fantástico, una crónica, una fotografía ¿no son
acaso citas entre personas que no se conocen y que viven, tal vez, separados
por el mundo y por el tiempo? ¿No es entonces la magia de los textos literarios
la que permite que el hombre tenga ese poder de ubicuidad reservado sólo a
ángeles y a fantasmas? A la luz de estas ideas, podemos decir que una revista
cultural es, además de un medio de información, una bitácora de navegación en
la que se registran episodios para la posteridad. La literatura, entendiendo
literatura como todo texto escrito, es, a la postre, como lo decía el maestro
Estanislao Zuleta, una conversación con la posteridad. Con respecto de esto
dice el analista de medios Germán Rey: “yo creo que las revistas cada vez se
transforman más en un elemento de documentación de la memoria en países que,
absolutamente, no quieren enfrentar los recuerdos y los olvidos de su pasado
que han tenido tanta influencia en los terribles desastres, pero también en las
posibilidades de su presente”.[1]
La historia de
las revistas culturales en América Latina no es poco prolija. En Argentina,
gracias al talante de Victoria Ocampo y su revista Sur, hoy la cultura
universal tiene en su haber textos de Borges, Bioy Casares, Pedro
Enríquez Ureña y de otros tantos intelectuales de las letras hispanas. En Perú,
la revista Amauta hizo lo propio al operar como plataforma para los
escritos del genial Juan Carlos Mariátegui, por ejemplo. En Cuba, José
Lezama Lima mantuvo la producción intelectual de la isla a través de la
publicación de la revista Orígenes. En Colombia, revistas como Mito
y Eco formaron generaciones enteras de maestros de la literatura y la
política; pensadores de la talla de Jorge Gaitán Durán, Pedro Gómez Valderrama,
León de Greiff, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis y Hernando Valencia Goekel
escribieron para ellas. Hoy en día, la entereza de algunos promotores
culturales ha permitido que todavía existan publicaciones importantes y, sobre
todo, de una impecable calidad. La revista colombiana Número, en junio de 2004,
cumplió once años de hacer entregas trimestrales de documentos culturales de
exquisita textura; asimismo, El Malpensante lleva ocho largos años sin dejar de
publicar ensayos, cuentos, noticias y crónicas de escritores nacionales e
internacionales. Todas estas publicaciones, sin ir más allá y guardando
las proporciones, han tenido algo en común: han construido historia intelectual
en sus propios pueblos.
Borges, siempre
Borges, en un magnífico texto llamado “El Libro”, define a éste como una
“extensión de la memoria y la imaginación” de los hombres; de esta misma forma,
se podría definir a una revista cultural como una extensión del imaginario
colectivo de un pueblo. Mientras un libro, la más de las veces, es el resultado
de la experiencia intelectual de un solitario, una revista cultural es el
producto final de un grupo de entusiastas. La importancia de una revista radica
en la posibilidad de reunir muchas personas bajo un mismo proyecto, con una
misma identidad, todas ellas con el norte claro y exacto de convertir su herramienta
de trabajo – las palabras – en meros artificios para el goce y la reflexión de
toda una comunidad.
Popayán
necesita una publicación seria, responsable y, por encima de todo, con la
calidad suficiente para ser tenida en cuenta, incluso, más allá de sus
fronteras físicas. Es necesario que no se deje terminar un proyecto como La
Mandrágora que, aunque juega a ser un producto editorial de distribución
gratuita, debe financiarse y las más de las veces termina enseñando las
ventajas de la publicidad a los cegatones “empresarios” de la ciudad quienes
piensan que lo cultural vive de ozono.
La historia de
Popayán está por contarse; lo que sucede hoy en día por sus calles, también. No
es justo que una ciudad con 467 años de vida, hoy esté aislada del mundo por
algo más triste que una guerra: la soledad.
[1] Conferencia dada en el marco del I Encuentro de Revistas y Periódicos
Universitarios. Mayo 8 de 1998
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