POR: María Negro
De búsquedas y colchones nuevos
Al abrir los ojos, los sueños
escurren sus patitas en las pestañas que uno refriega (como mamá la ropa) solo
para despertarse. Para pasar de lado y dejar allá tiburones sangrientos,
helados descomunales o una sonrisa pícara. Sin embargo anoche. No pudo ser un
sueño. Las veredas altas, los cambia vías, las autopistas enredadas. Caminé por
la noche la Ciudad de Cortázar. La misma de
Héléne y Juan. Buscándote, claro. Esos espacios solo se transitan por
necesidad. Nadie se mete entre trenes, autopistas y edificios enormes
abandonados solo por placer. Asomas el inconsciente y este decide dejarte en el
patio de tu colegio o en la cama de alguien
pero no te lleva a la Ciudad porque sí, porque es preciso, porque
correspondía mientras vos tenias unas carpetas, un sol de otoño y esa puerta
enorme que empieza a ceder para que detrás de ella aparezcan espacios
abandonados, llenos de polvo y silencio. Avanzas con mucho miedo pero nada
ocurre. Nada. Atravesando el edificio todo se explica. Las veredas altas, los
trenes y su infierno de vías entrecruzadas.
Es el momento.
Acá es donde tengo que encontrarte
para Encontrarte. Acá es donde vas a ser las alas de la mariposa, ese
imprescindible que nos lleva tanto tiempo desarrollar. Tengo que encontrarte.
Corro por los bares que se amontonan de empleados de oficina que me impiden
hablar con los mozos, alguien que te haya visto. Acá tenes que estar, estoy
segura. Se puede confluir, no puede ser imposible. No quiero a Héléne. Nunca la
quise. Nunca quise la complejidad de buscar en esta madeja de trenes y
despedidas.
La noche no es tan larga ni en los
sueños. Me habrá ganado la tristeza de entender que ya no estabas. Que no
estarás nunca en la Ciudad si yo aparezco. Despacio levanté el cuerpo con sus
cuadernos, también pinceles y colores.
Ilusa, con la carita triste arrastrando zapatillas y mocos. Regresando a casa.
Las casas con sus puertas altas y sus veredas finitas comienzan a vomitar desde
abajo. Mares de agua que fluyen hacia la calle profunda. Ya no importa. El
amanecer apretara los dientes con su resignación. En alguna esquina llegará un
colectivo que tarda muy poco. Subí y estaba por sacar el boleto cuando el
chofer se incorporó para abrazarme y llorar conmigo.
"- No te preocupes. A veces
pasa. Dejá el boleto. Pasá, piba"
Y desperté.
El remisero y la dama
Después de ser madre nunca más
recuperé mi cuerpo. Mis pequeños pantalones fueron para alguna amiga. Mi
realidad me molestaba, pero no me esforzaba mucho para modificarla. Mi marido
me ignoraba cada vez que podía. Tenía una amante, una nena vendedora en una
tiendita cerca de su negocio. Preciosa. Fui a verla en cuanto lo supe, pero no
pude decirle nada. Un nudo en la garganta me provocó su hermosura, su
inescrupulosa juventud.
Tampoco le reclamé a él. Esperé a
que la situación decantara. Una semana después, borracho, me confesó que no se
iba por los chicos, que la rutina, que mi locura, que el hartazgo y sus ganas
de vivir la vida antes que ya no pudiera. Tenía razón. Yo también estaba harta
de él, de su mal humor, de su desprecio sexual constante.
Pero no íbamos a divorciarnos por
los chicos. Había que aguantarse el perfume de la pendeja en la sábana por los
chicos. Había que hacerse la boluda con la hora por los chicos. Y esos fines de
semana de convenciones sobre el uso y abuso del dentífrico hechas en Mar del
Plata, había que fumárselos por los chicos.
Alquilábamos un departamento en un
segundo piso por escalera, hermoso para mi cuando iba al supermercado. Pero
mirá que sos egoísta nena. El
departamento es precioso, mirá estos ventanales. Sí, pero yo después los tengo
que limpiar. Sos una hincha pelota. Alquilado, señor. Aquí le dejo la seña.
Así fue. Pero me acostumbré y era
casi un ejercicio. Subir y bajar las escaleras para atender la puerta, comprar,
ir por el diario.
Una noche de verano, tardísimo, me
quedé en el comedor mirando la tele. O tal
vez, esperando que él llegue. No lo sé.
Abrí las cortinas y las ventanas
porque el calor era insoportable. Un motor gasolero interrumpió los diálogos de
la película en su volumen tan bajo. Era mi vecino regresando del trabajo.
Rápidamente metió el auto en el garaje y apagó el motor. Salió al jardín y me
saludó con la cabeza. No me había dado cuenta que lo estaba mirando. Lo saludé
y me cerré un poco la camisa. Él sonrió y se metió en su casa. Seguí mirando la
película con una sensación extraña. Era bonito, un poco mayor que yo, casado, con hijos. Me reí
con fuerza pensando cuán necesitada estaba de cariño que podía fantasear con
una sonrisa. Sostuve el pensamiento y miré hacia su casa. Sobre su puerta se
abría una pequeña ventana y detrás, una mano frotaba sin cesar algo que parecía
un calzoncillo.
Me asusté y corrí a cerrar la
puerta. Ese tipo estaba loco! Apagué la luz y abroché toda mi camisa. Era
demasiado corta pero dejaba ver solo un poco la ropa interior. Estaba gorda,
respiraba fuerte y sentía como la
camisa me ceñía los pechos. Un botón salió disparado. Estaba asustada.
Despacio me fui acercando a la
ventana. Él seguía allí. Podía distinguir su desnudez. Una porción de su torso
se iluminaba con la luna. Su enorme erección tenía la bendición de la luz de
calle.
Me quedé sin aire, él comenzó
suavemente a masturbarse y abrió un poco más la ventana para que yo pudiera
verlo. Con señas me hizo comprender que
me desabrochase otro botón de la camisa. Lo hice. Bajé despacio el corpiño, sin llegar a los
pezones. Su ritmo aumentaba. Abrió la puerta de su casa y se asomó al jardín,
con el pantalón en los tobillos, se acomodó contra una pequeña pared que eventualmente
lo cubría. Salí al balcón y desabroché despacio la camisa desde abajo. Eran las
tres de la mañana. La calle estaba vacía. Mi mano buscó el elástico. Un perro
cruzó de golpe y se quedó mirando. Tal vez por instinto. Una mujer con su mano
sacudiéndose Un hombre con espasmos
sobre unos jazmines. La mujer mirando asustada y tapándose pronto. Porque ahí
estaba el ruido de la llave. Para que mierda me esperaste despierta. Salté
encima de él e intenté besarlo. Me
rechazó pero sintió mi cuerpo hirviendo, desesperado. Lo intenté nuevamente
para demostrarle que no tenía pudor, ni escrúpulos, ni orgullo. Le bajé los
pantalones y lo violé. Me rechazaba con palabras y haciendo fuerza para
separarme las piernas. Me despreciaba Al
fin logró quitarme y se puso de espaldas. Tuve mi orgasmo contra sus muslos,
odiándolo, llorando su impiedad. Me separó bruscamente de él y se fue a dormir
al comedor.
Me tomé una pastilla pero no hizo
efecto.
O sí.
Comprendí que él tenía razón.Ya no
nos amábamos y teníamos derecho a vivir, y él estaba haciéndolo a costas
mías Unas vacaciones de padre, no iban a
hacerle mal. Tal vez la nena venía a ayudarlo y terminaban todos juntos jugando
a la soga.
Lo sentí irse al trabajo. Desperté
a los chicos y mientras los llevaba al colegio les dije que me iba de
vacaciones. El mayor me miró y solo dijo, está perfecto. Ya fue demasiado.
Una valija chiquita, algún lugar
dónde descansar de tanto menosprecio e indignidad. Bajé a tomar el colectivo y
ahí estaba el remisero. Yéndose tarde a
trabajar. Sonrió al verme pero dejó de hacerlo cuando vio la valija, Cruzó la
calle para presentarse. Pablo. Soy Pablo. Te deseo hace muchísimo tiempo, y te
escuche llorar muchas veces, yo quisiera... yo quisiera besarte. La mujer de
Pablo salió a despedirlo. Claramente un conflicto vecinal, el señalamiento de
los kiosqueros, Oh! Si! Los vio besándose!
Pronto llegó el colectivo y Pablo
se cruzó de hombros, abrió la puerta de su auto y arrancó. Llegó hasta la
parada y me abrió la puerta. Subí, princesa. Y subí.
Pero bajamos pronto, en el primer
hotel alojamiento
Manuel
Las cosas suceden porque sí. La
vida es tan azarosa que es incomparable al laberinto. Dentro de él existe la
salida. Sin embargo la vida, a veces, se queda sin respuestas, con callejones
sin salida que concluyen en otros callejones sin salidas. Sin preguntas, sin
aire.
Yo lo amaba pero no pude
decírselo. Un momento exacto que no fue, que no pudo esperar. El tiempo blando
y sencillo del sofá y tu pecho. Pero el miedo a que te espantaras, la bendita
libertad, la promesa del descompromiso. Y yo tan taza de té tibio, con los ojos
bien abiertos, casi gritando que te amaba. Que eras el siniestro hacedor de mis
sueños dónde te empeñabas en aparecer, el señor enredado en las sábanas
satisfaciendo los secretos de mi cuerpo. Así el amor. Así el silencio.
La película terminaba y el pocillo
se apoyó en su plato. Silencioso. Dormías.
En el colectivo lloré un poco. Mi
tristeza era más fuerte que el pudor. Yo te quería. ¿Por qué me condenaba a
abandonarte? ¿Por qué no me conformaba con lo que querías dar? Llegué a casa y
te llamé solo para escucharte. No atendiste, el sueño por fin te había ganado
después de tantos días mal dormidos. Mañana a la mañana.
Te llamé temprano y te dejé un
mensaje invitándote a almorzar. No respondiste y asumí que estabas enojado. Sin
embargo te esperé en el bar,
inútilmente. Llovía y te llamé desde la calle frente a tu departamento. La luz
de la cocina seguía prendida. Te rogué por mi salud que me dejarás pasar. La
tormenta arreciaba y no había amparo en mi auxilio. Esperé. Un cigarrillo tras otro
buscando el resguardo del frío. La luz seguía indemne en la madrugada. Con
sueño paré un taxi y volví a llamarte. Habrías salido y yo como una pelotuda
mojada hasta el alma que no paraba de llorar. Ni un minuto.
No pude dormir. Me tomé dos
pastillas y te llamé un poco borracha, llorando, pidiéndote una puta
explicación de tu silencio. Una maldita respuesta. Un merecido “Andate a la
mierda” en palabras y no ese silencio indiferente. Plano. Absurdo.
Te insulté, te pedí perdón y te
aseguré que me apostaría frente a tu casa hasta que me dieras el último beso.
Y me dormí.
Me desperté tarde, más tarde que
de costumbre. Corrí a bañarme y te llamé mientras me cambiaba. Iba a buscarte antes de entrar al
trabajo. Somos adultos. Un café.
El colectivo tardó, te deje otro
mensaje pidiéndote disculpas por estar tan retrasada. La calle estaba cortada.
Me bajé y apuré el paso. El camión de bomberos era enorme. La gente estaba
agolpada en el palier. La mujer del encargado salió gritando a mi encuentro.
¡Dios mío, que desgracia! ¡Manuel, Manuel! ¡Dos días muertos, hija, ahí solo,
pobrecito, Dios mío. Fue el corazón. Dios mío, tan joven! ¡Por qué, Dios,
porqué!
No pude seguir oyendo. Los oídos
se taparon. Me costaba muchísimo poder ver. Tuve que forzar la vista para
distinguir toda esa gente que llevaba una bolsa donde sonaba estúpidamente tu
celular. Una bolsa con forma de Manuel que se llevaba a Manuel.
Apagué el teléfono.
Sobre la autora:
María Negro. Nacida en
el 77 en San Martín (Buenos Aires) y obligada por un asma infantil devoró en su
primer infancia a Twain y Conan Doyle. Pero no sería hasta los 9 años y la
llegada de los cuentos de Dolina (recortados cuidadosamente por su padre de la
revista "Humor") y luego Cortázar, que decide convertirse en
escritora. Ganadora de numerosos concursos literarios en su adolescencia
comienza a dar forma a su escritura sin dejar los guiños cortazarianos que
endulzan sus relatos arrabaleros, maleducados y disconformes. En 2007 comienza
el blog Otra Autonauta en la Cosmopista que rápidamente toma forma y se afianza
logrando impactar con su degenerado hilván de palabras.