Por: Johann
Rodríguez-Bravo
I
Campo
Elías Delgado, personaje de la novela Satanás
de Mario Mendoza, Premio Seix Barral Biblioteca Breve 2002, escribe sobre el
piso del restaurante Pozzeto con la
sangre de uno de los comensales que acaba de asesinar: “Yo soy legión”. Frase que también abre la novela como epígrafe,
pero con la firma autorizada de otro autor: el evangelista San Marcos: “Yo soy legión porque somos muchos”. Es
claro que hay una relación directa con lo demoníaco; para Campo Elías Delgado
es el punto final de su reflexión —si acaso fue eso y no sólo un impulso
nervioso— sobre el libro de Stevenson El
doctor Jekyll y mister Hyde (1886), y para San Marcos, es una frase de
Lucifer. No obstante estas palabras parezcan el inicio o el final de una obra
del período gótico de la literatura inglesa del XIX, ellas sirven de una
analogía para definir el estado de la literatura colombiana de principios del
siglo XXI.
La
palabra “legión” se define como “número indeterminado
y copioso de personas, de espíritus, y aún de ciertos animales”, por eso cuando San Marcos
termina la frase con “porque somos muchos”,
está expresando que Lucifer es él y todos los ángeles caídos al mismo tiempo.
Son muchos, muchas las voces, muchos los espíritus, muchos los fantasmas dentro
de la misma categoría inmaterial. La novela colombiana contemporánea es también
una legión, aunque de infierno no tenga más que un Satanás, pues sus
autores, al igual que los espíritus a los que hacer referencia el evangelista,
son numerosos y variopintos. La tendencia actual de la literatura contemporánea
es ser una y ninguna.
El
objeto de este texto es acercarse a una hipótesis sobre la cual se explica que
la literatura colombiana de principios del siglo XXI no es susceptible de ser
abordada como un movimiento, una generación o un estilo común, pues las voces
narrativas del actual inventario libresco son de una gama diversa de
propuestas. De todas formas, pese a que
las paralelas sólo se encuentran en la imaginación, intentaré, en medio de la
separación, hallar unos puntos de convergencia apenas lógicos en novelas
escritas por colombianos —esos que las editoriales del momento, monstruos
comerciales, han querido llamar: escritores jóvenes— dado que el gran telón de
fondo es el fenómeno urbano. Por lo tanto, la estructura analítica de este
ensayo rodeará los linderos de la narrativa actual a la luz de dos
interrogantes: 1) ¿qué separa a los autores?; y 2) ¿qué une sus obras? Esto sin
olvidar la frase que despierta la especulación argumentativa: “somos muchos”.
II
Franz Kafka
Antes
de abordar de lleno las obras de los escritores contemporáneos, es menester
para efectos de contextualizar el fenómeno literario actual, hacer un breve
repaso por la historia de la literatura colombiana y latinoamericana del siglo
XX.
Si
para la Política,
el siglo XX comenzó en 1914 con la Primera Guerra Mundial, para la Literatura comenzó
en 1915 con un relato magistral de
Kafka: La metamorfosis; aunque, más claramente, 7 años después,
en 1922, con la publicación de Ulyses
de James Joyce. En Colombia, en cambio, el fenómeno joyceano no influyó sino
hasta mucho después de que su obra saliera al público.
El
siglo XX, en la literatura colombiana, al igual que en la literatura
latinoamericana, estuvo signado por tres fenómenos literarios. El primero de
ellos fue una prolongación de lo que se escribía a finales del siglo XIX,
novelas realistas-costumbristas de corte telúrico que proliferaron incluso
hasta los años 50’s. “En el siglo XIX, la
aventura era la geografía”, según Gretel Wernher; esto se evidencia en la
última frase de La Vorágine de José
Eustasio Rivera (“¡se los tragó la
selva!”), que aunque es una novela de 1924, tiene claramente los rasgos
decimonónicos. Para Carlos Fuentes, “la
exclamación, más que la lápida de Arturo Cova y sus compañeros: podría ser el
comentario a un largo siglo de novelas latinoamericanas: se los tragó la
montaña, se los tragó la pampa, se los tragó la mina, se los tragó el río” . Y selva, montaña, pampa, mina y río son
sinónimos de la geografía de América. La novela telúrica, cuya máxima exponente
es La Vorágine
(1924), también está representada por Don Segundo Sombra (1926), del argentino Ricardo Güiraldes, y por Doña Bárbara (1929) del venezolano
Rómulo Gallegos, entre otras. En Colombia, en la primera mitad del siglo XX,
hubo otros novelistas como Tomás
Carrasquilla y Eduardo Caballero Calderón que también se enmarcan en el
fenómeno narrativo ligado al campo. El primero con su novela La marquesa de Yolombó (1928) y el
segundo con Siervo sin tierra (1954).
La influencia de esta literatura rural consiguió llegar, incluso, a una de las
grandes obras del siglo XX, Cien años de
Soledad (1967) de Gabriel García Márquez pero de una manera contraria, es
decir, como rechazo. Aunque la temática de García Márquez está ligada al campo
y a la geografía —no olvidemos, elementos recurrentes en la literatura de la
primera mitad del siglo (“[José Arcadio
Buendía] abandona la ciudad en la que habían nacido para fundar Macondo en una región inaccesible”) — es Cien años de
soledad una novela totalizadora que al tiempo que posee rasgos telúricos,
su tratamiento del “realismo mágico” le da el toque de innovación a una
temática que sucumbía.

Eduardo Caballero Calderón
Aunque
en 1934, Eduardo Zalamea publica Cuarto años a bordo de mí mismo con el
seudónimo de “Ulises” y con un estilo técnico bastante innovador para las
letras nacionales, el momento histórico que señala la transición entre la
narrativa con rasgos decimonónicos (rural) y la narrativa actual (urbano), es que
el rodea al debate en torno al fallo de un concurso nacional de cuento a
principios de los años 40’s. RH Moreno-Durán recuerda en su libro Denominación
de origen (1998) que: “En 1941, un año después de muerto Carrasquilla,
el país presenció un sonado debate que define muy bien las dos líneas
enfrentadas, y que de alguna manera son representativas de las opciones
literarias que han predominado en Colombia, desde los tiempos del Modernismo
hasta el presente”. La
discusión se produjo porque el jurado declaró que tanto el cuento “¿Por qué
mató el zapatero?”, de Eduardo Caballero Calderón como el que titulaba “La
grieta” de Jorge Zalamea merecían ser ganadores. La importancia de este momento
para la literatura colombiana se debe a que por un lado, el cuento de Caballero
Calderón recreaba una historia con un
“tono marcadamente social” a la que Vargas Osorio, según Moreno-Durán, defendió
desde El Tiempo al decir que “sólo en provincia puede hallarse la verdadera
fisonomía de Colombia”; y por el otro, en el
cuento de Zalamea “cualquier lector podía advertir un velado homenaje a
James Joyce”, y esto, claramente,
significaba el inicio de la transformación de la narrativa no sólo en Colombia,
sino en el mundo entero.
El
período de los 50’s fue el de la llamada “novela de la violencia” y es el que
termina por sembrar los primeros pinos de la transición campo-ciudad. A partir
de la década de los 60’s, el llamado “boom latinoamericano” marcó el paradigma
de la literatura en los países de habla hispana. Es este nuevo patrón, el que
daría inicio a la segunda etapa de la literatura colombiana del siglo pasado.
De todos modos, hay que tener en cuenta que el “boom” no surge como una
expresión original de la inventiva de 4 ó 5 autores (Vargas Llosa, Donoso, Fuentes,
García Márquez, Alejo Carpentier), sino como una representación estética de las
transformaciones socioeconómicas de los países latinoamericanos. No es gratis
que las nuevas ficciones empezaran a dejar los pueblos polvorientos y las gallinas para trasladarse a insípidas
ciudades que apenas si tenían una visión diferente del mundo. Los escritores de esta década “se liberan del provincialismo”, como
dicen Claude Cymerman y Claude Fell en su Historia
de la literatura hispanoamericana (2001, Pág. 95), pero yo diría que se
liberan del provincialismo rural, para caer al provincialismo de las primeras
ciudades. A diferencia de lo que sucede
en la literatura de la actualidad, las novelas de los 60’s y 70’s que eran ambientadas
en Bogotá, trataban sobre Bogotá; en cambio, las de hoy tratan sobre una Bogotá
que es todas las ciudades del mundo al mismo tiempo. La universalidad de las
obras ha existido desde Homero, pero el cosmopolitismo (y sobre todo el de las
ciudades de los países en desarrollo) sólo como un proceso natural de la
globalización.
Con
el inicio de la Guerra
Fría y el triunfo de la Revolución Cubana
en 1959, Estados Unidos, bajo el liderazgo de John F. Kennedy, empieza a apoyar
la industrialización de algunos de los países que estaban riesgo a caer en el
Comunismo; “Colombia [, por ejemplo,]
sirvió de vitrina para la
Alianza para el Progreso”. Es por eso y gracias a
las políticas económicas modernas productos de los novísimos estudios sobre la
pobreza encabezados por el Banco Mundial, que países como Colombia comienzan a
transformar su estructura social y política. El crecimiento de las ciudades se
hace exponencial. “Una de las
transformaciones más radicales en la estructura social colombiana durante la
década del setenta (…) fue la acelerada urbanización”. La literatura de los años
70’s, un poco al margen de la temática de las novelas del boom, está cruzada
por el tema de la ciudad, el marxismo, la marihuana y las expresiones musicales
de las clases medias: rock y salsa. Las
transformaciones sociales producto de los manejos político-económicos influyen
de manera directa la conciencia de todos e, incluso, la temática de los
narradores quienes, como todas las personas, nacen bajo los paradigmas de la
sociedad que los rodea.

Andrés Caicedo
La
ciudad en las novelas de los 70’s e, inclusive, en la de los 80’s no es una
ciudad para ser narrada, sino para ubicar los personajes. En Que
viva la música (1977), Andrés Caicedo hace de Cali el telón de fondo, el
pre-texto escenográfico en el que la
Mona y sus amigos viven experiencias citadinas marginales,
todavía sin la concepción urbana del todo establecida en el imaginario
colectivo de los personajes mismos. La vida en la Cali de los 70’s es la de un “pueblo
grande” que se enfrenta con los procesos industriales propios del crecimiento
económico y que todos los día revela la nostalgia de no ser cómo era antes; “(...)
Se reúnen aquí para gozar del único espacio abierto que queda en el Norte de
Cali. Espacio, si me permiten informar, que ya no existe. Colombina, la fábrica
de confites que se exportan, ha levantado allí una torre de 30 pisos” (Sic). En esa misma época
también empiezan a proliferar las novelas escritas desde el exilio, la
literatura de la diáspora. Moreno-Durán y Luís Fayad, por ejemplo, escriben sus
libros, el uno desde España y el otro desde Alemania. El mismo García Márquez
escribe desde México, al igual que Mutis y Vallejo. Las aventuras en estas
novelas ya empiezan a presentar rasgos de urbanidad toda vez que el autor ambienta sus obras tanto
en Colombia como en otros países y sus experiencias cosmopolitas ya han
comenzado a influir en sus producciones intelectuales.
La
tercera etapa es la que se fragua a partir de la premiación por Colcultura de
la novela “Opio en las Nubes” (1992) de Rafel Chaparro Madiedo y que se extiende hasta nuestros días. En
esta, la novela coge la fuerza de un cohete y se echa a volar por muchos
cielos. La discusión de esta última
etapa será el agua en el que se sumerja el resto del ensayo, por tanto, he de
decir, para concluir esta segunda parte, que la literatura, aunque de alguna
forma intente inventar una nueva realidad, al bien decir de Vargas Llosa, está
atravesada por los principales acontecimientos sociales y es el resultado,
cuando no la trasgresión, de las literaturas de anteriores.
III
Con
una ubicación temporal y espacial (la ciudad como el nuevo teatro del mundo),
es más cómodo hablar de “la legión”
de voces que conforma la literatura colombiana de nuestros días. La ciudad ya
no es un conjunto de calles y semáforos, sino un personaje que no se deja
caminar, sino que camina. Cuando Braulio Cendales, personaje de la Balada del pajarillo (2000) de Germán Espinosa
o Sergio Bocanegra, de Técnicas de
masturbación entre Batman y Robin (2002) de Efraim Medina, se echan a andar
por los laberintos de sus ciudades, ya no se meten las manos a los bolsillos y
miran el comercio a través de las vitrinas, sino que el comercio mismo va con
ellos, se pasea de la mano con el asfalto y el smog. La ciudad se camina a sí misma en las nuevas novelas de la
literatura colombiana, “la ciudad (…) el texto vivido donde hay sujetos,
objetos vivientes; donde hay una estrecha relación entre la carne y la letra,
la palabra y la piedra”.El tema de la ciudad como
personaje que anda será entonces uno de los primeros puntos de encuentro de
estas nuevas obras; sin embargo, como se había dicho al comienzo, la pregunta “¿qué separa a los autores?” será la guía
de esta sección.
Los
escritores de hoy en Colombia, los que empiezan a publicar y los que llevan
unos 5 ó 6 años en las carteleras de ventas, son como la cuadrilla de diablos
del evangelio de Marcos, de todas las razas, credos, edades y estilos. Orlando
Mejía Rivera, crítico y académico de la Universidad de Caldas, ha querido acuñar el
término “generación mutante”, con el fin de poder reunir bajo una palabra con
una acepción bastante sui generis el
fenómeno literario de la actualidad.
Decir que Santiago Gamboa, Jorge Franco, Julio César Londoño, Fernando
Vallejo, Enrique Serrano, Juan Gabriel Vásquez, Mario Mendoza, Héctor Abad
Faciolince y Laura Restrepo pertenecen a la misma generación es un poco
exagerado ya que sus edades son dispares y algunos se llevan incluso 20 años de
diferencia como es el caso entre Londoño y Vásquez por ejemplo. Decir que los
une un mismo estilo tampoco es acertado pues mientras Gamboa prefiere usar un
lenguaje claro, sencillo, plano, Serrano y Londoño juegan todo el tiempo con
las palabras; Vallejo, por su parte, es el poseedor del estilo más original y menos parecido a los demás. Su
narrador-personaje, homónimo de él mismo, se riega en un discurrir verbal que
pasa de la perorata de “paisa cantaletosa” a disertaciones eruditas sobre el
idioma en pocas líneas. Faciolince y Franco, tal vez por compartir terruño, se
tocan de cierta forma en el estilo, aunque no en la temática. En los temas,
todos estos escritores son tan diferentes que sería difícil hablar de algo en
común que los esté afectando. Si bien, Serrano, Londoño y Vásquez gustan de los
temas históricos, Faciolince, Mendoza y Franco prefieren la temática social
urbana de hoy. Para Mejía Rivero,
actualmente se han perdido “los límites temáticos de lo que puede ser
escrito y recreado, ningún tema está vedado por el hecho de ser alguien un
escritor colombiano”. Sobre esto dice Juan
Gabriel Vásquez: “La escritura de
novelas no es una actividad sindical: no tiene por qué haber acuerdo entre
todos, ni siquiera entre dos”.
La
única manera de cercar a estos nuevos narradores es, como dice Cecilia Caicedo,
conferenciante de la extensión cultural del Banco de la República en su taller
sobre la nueva novela colombiana, a través de las fechas de publicación, entre
1998 y 2004.

De
la Virgen de
los sicarios (1994) de Fernando Vallejo, hasta Los
Informantes (2004) de Juan Gabriel Vásquez, pasando por Fragmentos de amor furtivo (1998) de
Abad Faciolince, por Érase una vez el amor pero tuve que matarlo
(2001) de Medina, por los cuentos de Pesadilla
en el hipotálamo (1998) de Julio César Londoño, por Satanás (2002) de Mendoza, por Delirio (2004) de Laura Restrepo, Tamerlán (2003) de Enrique Serrano y, aún, Al diablo la maldita primavera (2002) de Sánchez Bauté, los libros
de la producción reciente de la literatura colombiana versan sobre todos los
temas y están escritos desde todos los niveles de calidad. De ellos, hasta ahora, no hay ninguno que se
pueda perfilar como una obra maestra invulnerable a la envidia y al tiempo.
Deberá correr más agua del río Bogotá y pasar más tiempo y haber hecho más
lecturas, para que la historia, crítica implacable y no siempre justa, tenga a
bien conservar una de estas novelas como representativa de su momento. Algunos
críticos y algunos escritores no dudan en mencionar a Fernando Vallejo como el
mejor de los escritores actuales, sobre todo en el ámbito internacional.
En España se dice que las editoriales
están publicando bajo una “política
de riesgos mínimos [que] da en ocasiones grandes sorpresas, (...)[como el]
bombazo que produjo la publicación de la lírica a la vez que hiriente La
virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, una pequeña obra maestra, tan
dolorosa como contenida”.
Orlando
Mejía Rivero ha optado por llamarlos la “generación mutante”, valiéndose de la
configuración del adjetivo-sustantivo (o sustantivo adjetivado enseñaría Vallejo
en Logoi) en nuestra época de cómics, televisión
satelital y experimentos genéticos. El
crítico manizalita dice:
“[Otro] sentido de
la expresión «mutante» proviene del argot juvenil estudiantil, de clase media,
de los años ochenta y que significa, más o menos lo mismo que la frase actual
de «Nerds chéveres». Es decir, aquellos
muy buenos estudiantes, interesados por múltiples campos intelectuales que
incluían las matemáticas, las ciencias biológicas, la filosofía y la literatura
universal (tanto europea, norteamericana como nuestros escritores del boom
latinoamericano), pero que, a la vez, eran buenos jugadores de fútbol,
básquetbol, béisbol, ajedrez, cartas, bailarines de salsa y de disco al estilo
Travolta, y bebedores moderados, o transitorios, que no hicieron bohemia
intelectual en los cafés y en los prostíbulos, sino en las discotecas, las
fiestas de quinceañeras y descubrieron el sexo con sus novias y amigas de
colegio y universidad”
Con
este nombre, lo que quiere el crítico es poder legitimar un título para una
generación de escritores amorfos —en el buen sentido de la palabra— sin caer en
los problemas de separación antes mencionados.
Yo, por mi parte, aunque encuentro simpático el mote, rehuyo al afán de
encasillar a unos escritores que podrían unirse más fácilmente en unos cuantos
años cuando sus obras empiecen a consolidarse. Hoy por hoy, estos narradores
apenas están en busca de su propio estilo.
Escritores
tan importantes como Germán Espinosa, RH Moreno-Durán, Milcíades Arévalo y Darío
Jaramillo Agudelo, aunque aún son publicados por editoriales importantes y su
producción literaria es cada vez más exquisita, tendrían que ser evaluados bajo
otra lupa, ya que sus inicios se remotan a los 60’s y 70’s y sus influencias
son otras; además, su obra ya ha conseguido una madurez que exigiría un tratado
de largo aliento. Por lo tanto, se crearía un sesgo de interpretación y
análisis al incluir estos autores en el mismo momento literario de los antes
mencionados. Por esta razón, el presente texto los deja al margen del análisis,
aunque yo deba pasar por hereje.
IV

¿Qué
hace común, entonces, a todos estos nuevos narradores? La respuesta la da el
gato Pink Tomate, uno de los personajes de Opio
en las nubes. Dice el animal: “Desde que el viejo Job se murió a veces
Lerner, el gato tímido, me acompaña en las noches a recorrer los techos de la
ciudad. Hoy recorrimos un techo muy particular, el techo de Altagracia.
Altagracia es una mujer solitaria y vive cerca del apartamento de Amarilla”. En esta cita se
revela mucho de lo que empezaría a llenar las páginas de la nueva literatura
colombiana: la mirada del mundo desde la nocturnidad de las ciudades,
nocturnidad que como oscuridad también puede ser sinónimo de la soledad y de la
sordidez. “Allá abajo la ciudad está que bulle. Es viernes y por eso los
habitantes van de un lado para el otro buscando un vaso de vodka con hielo, una
silla, un cigarrillo, unos labios rojos y carnosos que hablen y dejen escapar
esas palabras rasgaditas, esas palabritas nocturnas que salen oliendo a whisky,
a lengua seca, a humo azul, a semáforo en rojo y amarillo tú me sacudes toda la
noche trip, trip, trip”.
La
nueva visión del mundo es, como todas, la que está alimentada por la
transformación de la estructura social y política. ¿Acaso es causal que
Chaparro Madiedo haya publicado la novela tan sólo un año después de que la
economía colombiana se abriera al mundo con un nuevo modelo de desarrollo
neoliberal y que la caída del Muro de Berlín haya dado punto final a la división
política del mundo? Las ciudades de hoy son fácilmente leídas en cualquier otra
ciudad; la televisión por cable, la
Internet, la comunicación internacional en tiempo real y las
demás tecnologías hacen parte de un suceso histórico que determina los comportamientos
de los colectivos y las personas en particular. Hoy en día, un joven de
Medellín es más parecido a alguien de su edad que viva en Helsinki que a su
padre. Los jóvenes comparten muchos gustos parecidos producto de las
estrategias mercadotecnias que desde los años 80’s y 90’s se han incrementado aceleradamente. Coca-cola
es “la chispa de la vida”, en Popayán y en Caracas, en México y Tokio, en
Bariloche y Montpellier.
La literatura moderna ya no versa sobre temas épicos
en los que un héroe tarda veinte años regresando a casa después de una cruenta
batalla o que se imagina ser un gran caballero cuyo destino esta marcado por la
obligación de socorrer menesterosos y desfacer
entuertos. No; la literatura de hoy refleja, como epopeyas, las aventuras ordinarias
de los hombres, esos problemas que se presentan cualquier día para una persona
de la comunicorrientidad. Y es,
precisamente, sobre estos temas de la vida diaria, sobre los que escriben la
mayoría de estos escritores. En España, en Latinoamérica y en Colombia, por
supuesto, “el público parece descantarse por emociones fuertes, por el
atractivo morboso de la miseria y la violencia del nuevo mundo”,
pero, curiosamente, ese atractivo se incrementa cuando la miseria y la
violencia es la de los personajes sencillos, la de los vecinos de la ciudad.
Para comenzar con los puntos de encuentro, primero
debo decir que lo mejor que he leído sobre la morbosidad que produce el saber
cómo vive el otro, el de al lado, es el cuento
Vecinos del escritor norteamericano
Raymond Carver (1946-1988). En el relato, un par de esposos piden a sus vecinos
de enfrente el favor de alimentar a su gato mientras ellos van de vacaciones
fuera de la ciudad. Los vecinos aceptan y deciden intercalarse para ir: un día
va el marido, el otro, la mujer. Pero algo sucede cada que ellos entran al
apartamento: un descubrir de la intimidad del otro que les lleva, incluso, a
olvidarse de la empresa a la que entraron (dar de comer a la mascota) y
deleitarse en el éxtasis que produce saber qué shampoo usa la vecina, de qué
color es su ropa interior. El tema del
cuento de Carver es casi el mismo tema de Basura
de Héctor Abad Faciolince, pero, a diferencia del norteamericano, éste le añade
un elemento más sórdido: los desperdicios como la identidad. “Dime qué botas y te diré quién eres”,
diría el personaje de la novela del escritor paisa.
Con Basura me
adentro al gran fondo común de la nueva literatura colombiana: “el edificio”
como una ciudad dentro de la ciudad. Tanto en esta novela como en Angosta
(2004) del mismo autor, en Técnicas de
masturbación entre Batman y Robin, Los
informantes, Rosario Tijeras, Paraíso Travel, Satanás entre otras, el
micromundo en el que se mueven los personajes es el de los edificios de
apartamentos. Esto es muy común en la literatura actual colombiana y no en la
literatura de hace 20 o 30 años. En la literatura de los países desarrollado
como Estados Unidos y los de Europa, los edificios y las metrópolis son la
temática desde los años 20’s, pero hay que entender que en estos países la
urbanización empezó mucho antes que la nuestra.
Manuel Vásquez Montalbán
Dice Manuel Vázquez Montalbán en su ensayo “La literatura en la
construcción de la ciudad democrática”,
que son “dos [los] elementos aventureros y literarios de una ciudad moderna: la
casa como madriguera entre otras madrigueras (…) y la ciudad como escenario de
violaciones de tabúes a través de crímenes condicionados por el mismo
sistema urbano y su organicidad”. Cuando el escritor español dice “casa”,
muchos de nosotros, lectores de las ciudades de hoy, pensamos en “apartamento”.
Campo Elías Delgado, personaje de Satanás,
el día D baja de su apartamento después de asesinar a su madre y empieza toda
una hecatombe vecinal. Uno por uno va matando a los habitantes de su edificio
de la Carrera Séptima
con 52 (Bogotá). Es el edificio de Angosta, por ejemplo, el pretexto de Abad Faciolince
para mostrar una microficha de la sociedad actual. En él viven desde ricos
propietarios (los del primer piso), hasta los más paupérrimos y miserables
personajes que deben contentarse con alquilar “palomeras” en el último piso.
Esta relación de vecinos, tan bien planteada en una novela del siglo XIX, Papá Goriot, es una de las fichas
movidas por los autores contemporáneos. En las novelas de Efraim Medina sería
difícil imaginarse la posibilidad de las aventuras sexuales de sus personajes
sin un encuentro entre desconocidos en la portería, en el parqueadero, en la
terraza de un edificio. Lo mismo en la
novela de Chaparro Madiedo, ¿cómo podría Pink Tomate y Lerner, los gatos,
espiar las aventuras sexuales de sus vecinos humanos sino fuera porque en las
ciudades de hoy las ventanas de los edificios son la felicidad de los voyeur?
Montalbán también dice que “la ciudad moderna es el símbolo de la madre con el doble aspecto de
protección y de límite”. Cuando los personajes (y las personas) deciden
asumir sus casas-apartamentos-hogares-nidos en guaridas de protección, están
buscando el vientre materno de alguna forma, ese lugar en el que no pasaba
nada. Pero cuando el escritor español dice que en la ciudad está el límite y
que la madre también lo es de alguna forma, se hace evidente que el deterioro
de la imagen de la ciudad va ligado al deterioro de la imagen materna, esto
último señalado en gran parte de las obras de la literatura finisecular y de la
actual. En el magnífico cuento Maternidad, tal vez lo mejor que escribió
Andrés Caicedo, la representación de la madre queda por el suelo, lo mismo, por
ejemplo, en El Desbarrancadero de
Fernando Vallejo y en varios de los libros de Medina Reyes. Esta caída de la madre como el ser supremo,
como el ser tierno y comprensivo (recuérdese a Úrsula Iguarán) y su parangón
con la decadencia económica y social de muchas de las ciudades de la América Latina de
hoy se hace manifiesta en un texto del escritor mexicano Guillermo Sheridan
llamado “No regresar” y publicado en la versión mexicana de la revista Letras
Libres (Abril de 2004) en el cual le dice a Ciudad de México (¿Bogotá, Pereira,
Quito, Buenos Aires, Madrid, Beijing, Nueva York?) en una suerte de carta
abierta: “Devórame, madre pringosa,
ciudad impenitente, devórame otra vez, madre Mexicocity, cerda hinchada en el
fango de lo posible (…) mastíquenme tus dientes de aluminio y bórrame,
engúllame tu vientre de cascajo, madre tísica de senos huecos (…) te deseo que
te pudras, ciudad, que te hundas, te deseo lo peor (…)” .
El galicismo voyeur
referido en un párrafo anterior, me remite a una nueva convergencia: la imagen
y la escritura cinematográfica. Tal y
como dice Orlando Mejía Rivero, los escritores de hoy nacieron más o menos en
los años 60’s y su referente estético de primera mano fue la televisión y el
cine. El estilo de los narradores está influenciado cuando no por el tono
estilístico de los guionistas, por la estrategia misma de la puesta en escena y
la seguidilla de fotogramas. La cámara
subjetiva del narrador de Fernando Vallejo, por ejemplo, está en la misma
categoría —guardando las proporciones— de los diálogos dramatizados de Medina o
la descripción de paisajes de Chaparro Madiedo.
La televisión no sólo ha impactado en el estilo, sino
también en el contenido. El tema de la belleza, de la moda, de la vida fácil
que se ve en muchas de las telenovelas, también ha sido explorado con mayor
maestría en las letras colombianas. Julio César Londoño, escritor palmireño
ganador del Concurso de Cuento Juan Rulfo en 1998, tiene un relato fabuloso sobre la
trivialidad-profundidad de la belleza y el aspecto de las personas (Los bellos). Aunque en Colombia no hay
un escritor del estilo del peruano Jaime Bayly quien sí ha hecho de este tema
su fuerte, podríamos decir que en muchas de las historias contadas por los
nuevos autores la importancia del aspecto físico de las personas en los
personajes aparece como una constante. Fernando Vallejo escribió un ensayo para
el Festival de Arte de Cali de 1999 en el que se iba lanza en ristre contra los
feos. Dice un personaje de Efraim Medina Reyes: “El mundo de hoy se divide de muchas formas: blancos y negros, altos y
bajos, listos y tontos, etc. Hay una división más rápida, pero menos real y
eficaz… bellos y feos es una ley sangrienta que no conoce piedad sin límites”.
Muchos sociólogos aseguran que la discriminación del siglo XXI será más por el
aspecto y la forma del cuerpo que por el color de la piel o el estrato social.
En un reciente reportaje publicado por el periódico español El Mundo, la
periodista Flora Sáez dice: “sociólogos,
psicólogos e incluso economistas como el norteamericano David Marks coinciden
en señalar que la discriminación por el aspecto físico —para la que en inglés
se ha acuñado el término lookism, algo así como aspectismo— supera en la
actualidad a otras como el racismo o el sexismo”.
Si bien este tema podría parecer
trivial, será de mucho impacto en la configuración de la sociedad de las
generaciones venideras y los escritores nacionales empiezan a notar esto como
una de las características de la vida en las ciudades y lo extraño sería que no
apareciera como una pincelada en sus obras.
En una columna de opinión en el diario El País de Cali (Mayo 4 de 2004),
el escritor Phillip Potdevin se quejaba porque el Concurso Nacional de Novela
2004 hubiera sido declarado desierto. De todas formas, él, como miembro del
jurado, de alguna manera justificaba esa decisión al decir que el nivel de las
obras no había sido el esperado y que además muchas de ellas seguían patinando
en los mismos temas del conflicto interno, la guerrilla, etc. No obstante,
Potdevin también saluda que haya habido “temas
novedosos: los colombianos en el exterior, el drama de los obesos”. El que
haya habido novelas cuyo tema era “el drama de los obesos” es una señal que
reafirma uno de los nuevos temas para la literatura colombiana: los problemas
individuales de los personajes y su aceptación social. Hay que señalar que en
la literatura latinoamericana este tema también ha sido tratado por muchos
autores contemporáneos en algunos de sus cuentos y sus novelas como es el caso
del argentino Rodrigo Fresán (1963) y el chileno Alberto Fuguet (1964).

Rufino José Cuervo
En el parágrafo anterior hice referencia a un cuento
de Julio César Londoño en una temática particular, sería injusto encasillarlo
con ella ya que no es su principal arma de artillería. Este autor, prolijo en
temas y en géneros, se ha preocupado por ficcionar con maestría tópicos
históricos como la defensa de Colón ante los geógrafos de Salamanca, una
acusación de brujería a la mamá de Johannes Keppler y la correspondencia entre
Rufino José Cuervo y Andrés Bello, por no citar sus cuentos de ciencia ficción y sus ensayos que aunque se
reúnen en un libro titulado ¿Por qué las
moscas no van a cine? (Planeta, 2004) bien podrían llamarse como la novela
de Marco Tulio Aguilera Garramuño Breve
historia de todas las cosas. En la
narración de algunos de sus cuentos, Londoño se parece a Enrique Serrano y
viceversa. Serrano prefiere el género epistolar para narrar sus historias, la
mayoría, puestas en la Europa
o el Asía de la Edad Media
o el Renacimiento, Londoño sólo utiliza las cartas en su cuento Los Gramáticos, pero, de todos modos, a
veces pareciera que las historias podrían haber sido escritas por uno o por otro. Mientras Serrano escribe la historia de
Tamerlán, el gran conquistador mongol del siglo XVI, Londoño ubica un cuento en
el Egipto de Ramses II con Moisés como personaje. A la sazón que Serrano narra el suicidio de
Séneca, Londoño cuenta la muerte repentina y filosófica de Immanuel Kant en el
escritorio de su casa en Königsberg.
Estos dos escritores, tal vez junto a Phillip Potdevin y Hoover Delgado
se juntan en un grupo distinto al de la mayoría de los otros.
El tema del narcotráfico y la descomposición política
de las ciudades producto de la corrupción y la influencia de los grupos armados,
también parecen estar presente como constante en algunas de las novelas de este
último período. En La virgen de los sicarios y en Rosario
Tijeras los sicarios son, si no los personajes principales, sí los de
reparto. En Angosta, en El
cerco de Bogotá (Santiago Gamboa, 2003) y en Disfrázate como quieras (Ramón Illán Bacca, 2002), la corrupción y
los problemas de conflicto interno se vislumbran como uno de los temas de
relevancia a lo largo de la novela. Es claro que mientras en Colombia estos
problemas de índole socio-político perduren es muy difícil que la literatura no
continué recreando las situaciones que devengan de ellos.
Johann Rodríguez-Bravo
V
Como escritores colombianos de una misma época, los
autores de las novelas colombianas publicadas a finales de los 90’s y a
principios de la década del 2000, pese a la diferencia temática que manejan y a
las divergencias señaladas anteriormente, comparten unas influencias y en sus
obras se notan ciertos aspectos comunes, algunos de los cuales he querido
rescatar aquí. Concluyo reafirmando la
línea discursiva que intenté mantener a lo largo del texto: la literatura
colombiana hoy está escrita por una legión de autores todos con sus propias
preocupaciones y en la mitad del camino del encuentro con la completitud de una
obra.