Por: Johann Rodríguez-Bravo
Los fantasmas han existido desde que se murió el primero de los hombres.
Caín soñaba con el espectro de Adán y, a veces, mientras descansaba de Dios en
alguna cueva, sentía los ojos de alguien en la oscuridad. Castillos, casonas,
terrenos baldíos, cementerios, iglesias, pasillos, museos, sótanos y bosques
son, por lo general, las moradas favoritas de estos seres de ectoplasma desde
que el miedo existe. Y el hombre, al no poder esconderse, ha tenido que convivir
con ellos apelando al agüero. Para males
sin definición, remedios de superstición, decía alguien. Las bendiciones,
desde que crucificaron Jesús, han sido el arma para enfrentar el más allá, aunque
también el invocar al dios de la velocidad: “¿patitas
para qué os quiero?”
Que se aparezca un fantasma siempre será un hecho de
espanto, pero que no se aparezca no deja de serlo. El fantasma asusta siendo y
no siendo. Pruebe caminar solo por un cementerio y verá que más lo asustan los
espectros invisibles que aquellos que saludan desde la cruz de una tumba. Y
esto vale, inclusive, para esos valientes que se meten en cuanta casa embrujada
encuentran, porque también ellos, al escuchar el chillido de un ratón, se quedan
sin aliento.
Los fantasmas siempre tendrán la forma de un interrogante,
así se llegue a decir que son producto de la imaginación. Desde hace mucho
tiempo, pero, especialmente, desde el siglo XIX, las investigaciones sobre el
tema han querido dejar la especulación y
ganar cientificidad. Y aunque se ha llegado a muchas conclusiones, hasta ahora
nadie (que yo sepa) ha dicho algo sobre la ropa de los aparecidos. Kipling se
acercó un poco al escribir sobre una litera
fantasma y algunas películas lo han hecho al poner a volar una cobija;
pero, el misterio continúa y el de la ropa fantasma sigue siendo el más complejo.

Hay cosas que no me cuadran. Los arregladores de muertos
—los maquilladores del más allá—, acomodan a las señoras, afeitan a los
caballeros y antes de meterlos en el ataúd, son asistidos por algún familiar:
“Ay, señor, póngale esta chaqueta que ella la adoraba” (Sniff). Y así, los calcetines, las pantaletas, cuando no las
enaguas y los sujetadores. Esta pobre alma descansará para la eternidad con la
ropa con la que la enterraron, no hay otra. ¿Y si la ropa le quedó apretada? ¿Y
si era mentira que esa chaqueta le gustaba?, ¿y si la falda está rota? De
malas: así se quedó por siempre, a asustar con lo que le tocó. Si la corbata y
el saco del señor también se aparecen como fantasmas, con seguridad, más
adentro, los calzoncillos también tendrán muchas ganas de espantar a esa gente
entrometida que anda hurgando en cuartos oscuros y en sótanos bajo llave.
Discovery Channel y la National
Geographic gastan millones de dólares tratando de encontrar soluciones y
nada concluyen; y es apenas obvio: el tema da para muchos más programas. Que se
trata de perturbaciones espontáneas en la mente de un espectador que se
encuentra en trance, dicen los psiquiatras; que las apariciones son
confluencias de haces de luz y fenómenos ópticos, dicen los científicos; que el
vaso con agua que dejan las abuelas detrás de la puerta amanece vacío por
efecto de la evaporación, explican los físicos. Para todo hay respuestas y
aunque parezcan irrefutables, no convencen. Todo se mantiene igual: la sábana flota,
la escalera suena, las luces se apagan. Basta quedarse solo cuidando una finca
y entonces: el mayordomo sin cabeza, la tatarabuela, los perros aullando.
El día que me muera espero que no me vistan, que me dejen
como Adán. No quisiera convertirme en esclavo de un pantalón desteñidos, de
unos mocasines sin suela. Que no les vaya a ocurrir enterrarme con cachucha
como lo hicieron con un amigo, o con un buzo cuello-tortuga, porque así no
asusto ni a un gato. Válgame Dios. Es hora de que las boutiques entiendan que el negocio puede extenderse; para la
publicidad de una buena “camiseta esqueleto” se puede llamar a John Edwards o
pautar en Infinito o en la tabla
ouija.
Mientras sigamos asustándonos con la oscuridad y con las
fotos de los bisabuelos, la ropa
fantasma tendrá su lugar en este planeta. Ahora me pregunto por un experimento:
¿Y si uno entierra una ropa sin muerto? Ya me imagino un pantalón andando solo
por la casa.